La historia demuestra que la presencia femenina es capital. Madre de familia, hija, Musa o Creadora, la mujer es el centro del mundo. Su presencia e importancia data desde el Paleolítico, con las sociedades tribales que adoraban a una Diosa Madre y cuyas sacerdotisas eran, obviamente, mujeres. Los orígenes de la humanidad, según Johan Jacob Bachofen (1815-1887) no se explican sin El derecho materno, signo y supremacía de la mujer, aunque posteriormente los críticos manejaron el término matriarcado. El autor parte de dos principios: el femenino (representado por Isis) y el masculino (cuya manifestación es Osiris) y dos tipos de maternidad: el heterismo de Afrodita, con hijos “sembrados al azar”, puesto que aún no existe la monogamia y, previamente, los ritos de fecundidad dedicados a la Diosa Madre. En la Edad Media, por ejemplo, hubo reinas que modificaron su entorno, figuras femeninas que, en un momento dado, han servido de modelo, como Eleanor de Aquitania (madre de Ricardo Corazón de León y de María de Aragón), quien incluso modificó el tablero de ajedrez, con la reina moviéndose para todos lados (y retirando al par de reyes originales); es sabido que también hubo juglaresas relevantes. Guillaume de Poiter, el primer trovador, indicaba: “La mujer que inspira amor, es una diosa, y merece culto como tal”. Y Robert Graves, en La diosa blanca, precisa: el hombre le sirve a la mujer y el poeta a la Musa. Durante el renacimiento, las beguinas iniciaron movimientos feministas de importancia, generando casas de asistencia donde se enseñaban diversos oficios a las mujeres y asumiendo funciones de teólogos, frente al escándalo de los religiosos varones. Es importante destacar que –según la Dra. Jean Franco– el desarrollo del discurso de la Iglesia judeocristiana, adaptado por los liberales en México –la mujer escolarizada para ser modelo de virtud y madre ejemplar, no precisamente para independizarse– se modifica aparentemente en el discurso de Estado como expresión de poder. En los 60, nuevas instituciones compiten con la nación y la religión por el poder interpretativo. Los medios de comunicación subvierten en algunas instancias los ideales nacionales, con aspectos emancipatorio, como se observó durante 1968, con el movimiento estudiantil. La evolución de México debe observarse a partir de las transiciones violentas del Imperio Azteca hasta la Nueva España (1510-siglo XVII), desde la Época Colonial hasta el México Emancipado de la Corona Española (siglo XVIII-siglo XIX) hasta el México Independiente, y del México Insurrecto (1812-1910), así como desde el México Revolucionario “Mesiánico”, hasta la modernización (1910-1999), siempre con la presencia de la mujer, comenzando con Leona Vicario y la Corregidora doña Josefa Ortiz de Domínguez hasta Frida Kahlo, Ángeles Mastretta y nuestra Rosario Castellanos, por ejemplo (Cf. Jean Franco, Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, 1994). Desde siempre el signo y la supremacía es la mujer: como madre, como el cáliz que genera vida y la resguarda. Seguramente por eso los poetas se han ocupado de la Musa, el eterno principio femenino que es representado por la Mujer, en todas sus advocaciones lunares: la Luna en cuarto creciente, representada por la niña, la doncella; la Luna llena o Nueva de primavera (la mujer hecha y derecha) y la Luna en cuarto menguante, cuya representación es la anciana sabia, la mujer enferma y la muerte. Jaime Sabines el poeta mayor de Chiapas, es un trovador, un juglar del amor, un eterno enamorado de la mujer: En el monte, extendida/ sobre la yerba,/ si buscamos bien:/ una mujer. Sin embargo, con una inteligencia insuperable, incluso en el ámbito de las letras mexicanas, Rosario Castellanos abordó todos los géneros literarios y no desestimó la cátedra ni el periodismo para dar cauce a su preocupación fundamental: oficiar en el altar del conocimiento. Es un modelo a seguir. Como poeta, desde Apuntes para una declaración de fe (1948) hasta la compilación de su obra Poesía no eres tú (1972) supo enfrentar su vocación con entereza, superando la confesión personal, las particularidades intimistas. Por supuesto que tuvo conciencia de su mestizaje, de la raigambre cultural de una raza vencida, con la consiguiente madurez y profundidad de sus poemas. El desamparo, la pérdida del amor, también potencializan a sus poemas, dándole una gravedad característica. Pero es en su poema Lamentación de Dido cuando su voz se constituye en un flagelo reflexivo que adquiere el rango de oráculo. A través de sus versículos, esta sacerdotisa de la Palabra oficia su ritual. Persiste la fuerza dramática, la liturgia, a través de heptasílabos y alejandrinos. La angustia y la zozobra vitalizan esta revelación álmica, sagrada. Muchas veces la sabiduría es intuitiva porque la poesía habla a la imaginación. La palabra se impone en todo su espesor, prevalece con todas sus asociaciones y despoja a las cosas, al mundo, de su silencio. La palabra también es mutismo, soledad sonora, como diría el santo poeta. Por eso se invoca al universo a través de esta función resonante, significativa. La maestra Dolores Castro (Aguascalientes, 1923) es de este linaje, por eso su voz busca completar el espacio, llenando vacíos reveladores, profundos. Así, su obra poética asume la condición de espacio privilegiado, porque finalmente este acto prevalece. La sencillez con que va enhebrando sus palabras permite vislumbrar el asombro que emerge en cada línea escrita. Sus recursos estilísticos son precisos, adecuados. Ninguna línea está de más. Lo cotidiano, la proximidad del habla se presenta de manera fresca, distante de los elementos retóricos. Hay una predisposición por la naturalidad del canto: la sobriedad de su expresión. Y eso vuelve más intensa su propuesta estética. Persiste un estremecimiento deslizándose subrepticiamente en la cadena lingüística que enarbola la maestra Castro. El silencio, por otra parte, expresa más que la misma palabra, constituye un valor sonoro. El silencio determina el horizonte semántico, lo amplifica, como ocurre en las pausas, las cesuras y, sobre todo, en los encabalgamientos. El silencio provoca una imagen sonora, que contiene un valor de sentido y, por lo mismo, de significado. Rigor y contención, mesura y equilibrio podrían ser los términos que permiten un primer acercamiento a esta obra lírica. Y su expresión sencilla, pese a que la belleza del texto descansa en la forma. Desde El corazón transfigurado (1949) hasta Oleajes (2003) hay 56 años de trabajo sostenido y 80 años de existencia. En ¿Qué es lo vivido? (Toluca, Edoméx., 1989), un libro que recoge gran parte de su obra, por ejemplo, hay evocación, ocres fulgores, la mirada suave posándose en el crepitar del cosmos. Todo parte de la vivencia, de esa fuente decisiva que debe normar la creación artística. Instaurar la verdad, desde tiempos de Heidegger, determina diversas formas de contemplar, pero una contemplación que toca la ofrenda, la fundación y el comienzo. Es decir, niveles de intuición y de sabiduría que van más allá de la aplicación de la técnica. La vida, la experiencia sensible se impone, por eso la autora sabe lo que dura la infancia, de ahí su expresión decisiva: un sacudir de gotas irisadas/ entre las pardas plumas (p. 31). En otro poemario rescatado, La tierra está sonando (1959), hay tranquilidad, armonía, amor a la vida: “En espera, tendida como yerba/ que apresura su flor en la sequía,/ oigo el viento quebrado,/el espiral, la seña” (p.35). Soles (1977) es una profunda observación de la realidad circundante, conciliando las manifestaciones sensibles que descubren el orden del cosmos; mesura, sapiencia, equilibrio entre el pensamiento y el sentimiento prevalecen en sus versos; por eso la autora asegura: “...el guijarro que tira la muerte/ se vuelve fondo” (p.68). En el tomo que le da título a esta primera recopilación lírica de la maestra Castro, la forma gris de la ceniza asume su condición y convicción; los fantasmas tosen con suavidad para no desvanecerse (p. 93) y la poesía se sumergen en un orden simultáneo, en una densidad casi onírica. En cambio No es el amor el vuelo, otra recopilación de su obra (CNCA, Lecturas mexicanas, Tercera serie, No., 55, Méx., 1992, 131 pp., con prólogo y selección de Manuel Andrade), Dolores Castro ofrece las diversas vertientes que la realidad ofrece a la visión del poeta; la sobriedad y el rigor para adecuar su verso como una instancia rítmica prevalecen como una constante estilística; así el mundo existe por su sonido, representación y significación que le confiere la tarea de la poeta.
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